SÁBADO SANTO: la espera ante el Sepulcro

Entre la celebración eucarística del Jueves Santo y la de la noche de Pascua, la Iglesia no celebra la Eucaristía. Revive el misterio de la sepultura de Jesús, cuando todo, en apariencia, parece haber terminado. Es el día en que Cristo desciende a los infiernos para recompensar la esperanza de los justos de la antigua alianza.
El Sábado Santo, la Iglesia se detiene ante el sepulcro del Señor, meditando su Pasión y muerte, en espera de la solemne Vigilia Pascual. En este día no hay gestos sacramentales como en el Jueves Santo, ni veneraciones como en el Viernes Santo, ni procesiones.
El Sábado Santo es un día de relectura, en el que resuena de nuevo la pregunta que Jesús mismo planteó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Para los primeros discípulos, esas palabras eran un llamado que parecía quebrarse ante la realidad de la Cruz y de la muerte del Maestro. Sin embargo, recordaban lo que Él les había dicho: que el Hijo del hombre debía ser entregado, y resucitar al tercer día (cf. Lc 9,22).
Por otra parte, muchos fueron testigos de la resurrección de Lázaro, y aun así no comprendían por qué Aquel a quien creían el Mesías había muerto de forma tan ignominiosa. ¿Había realmente terminado todo? ¿De manera tan trágica? Es el momento de la fe.
Los primeros cristianos vivían el Sábado Santo como un día de ayuno absoluto —no penitencial, sino festivo—, porque sabían que pronto su espera se vería colmada por la Resurrección. Contemplaban a Cristo dormido en el sepulcro, que les pedía velar con Él. Para todos es una ocasión para meditar sobre el vacío y la ausencia.
Si el Viernes Santo es la “hora” de Cristo, en la que se entregó en la Cruz por los pecados del mundo, el Sábado Santo es la “hora” de la Madre, en la que María, Madre de la Iglesia, desgarrada por el dolor, vive la prueba suprema de la fe y de la unión con el Redentor.