En el monasterio de las Clarisas de Albano, el Cardenal Fernando Vérgez Alzaga, Presidente emérito de la Gobernación, celebró la Santa Misa en preparación a la Pascua

Una comunidad orante que acompaña al Papa y a sus colaboradores
Un lugar singular para celebrar la Eucaristía en la espera de la Pascua: el monasterio de la Inmaculada Concepción de las Clarisas de Albano. Una comunidad que, por su ubicación en el interior de las Villas Pontificias, ha mantenido siempre un vínculo especial con la Gobernación y con sus Órganos de Gobierno. Las hermanas de Santa Clara tienen, de hecho, como misión particular la de orar por el Papa, por la Iglesia y por toda la realidad de la Ciudad del Vaticano.
Junto a la comunidad, en la iglesia monástica, se reunieron para la celebración de la Santa Misa, en la mañana del sábado 12 de abril, el Cardenal Fernando Vérgez Alzaga, Presidente emérito de la Gobernación; Sor Raffaella Petrini, Presidenta; el arzobispo Emilio Nappa; y el abogado Giuseppe Puglisi-Alibrandi, Secretarios Generales; así como Directores, Subdirectores y Jefes de Oficina, los Padres Jesuitas y miembros de la Specola Vaticana.
A continuación, publicamos la homilía del Cardenal Fernando Vérgez Alzaga:
Saludo a Sor Raffaella Petrini, Presidenta de la Gobernación;
Saludo a Monseñor Emilio Nappa y al abogado Giuseppe Puglisi-Alibrandi, Secretarios Generales;
Saludo a todos los Directores, Subdirectores y Jefes de Oficina;
Saludo a los Padres y miembros de la Specola Vaticana;
Saludo a la Madre Abadesa y a todas las hermanas Clarisas del Monasterio de la Inmaculada Concepción de las Villas Pontificias:
Nos reunimos en torno a la Eucaristía para prepararnos a la ya cercana solemnidad de la Pascua. Nos encontramos a las puertas de la Semana Santa que, con sus ritos, nos conduce a la celebración de la Resurrección de Cristo.
El Evangelio de hoy se sitúa en el epílogo del recorrido terrenal de Jesús. La noticia de la resurrección de Lázaro provoca diversas reacciones, entre ellas, la oposición del Sanedrín. Estos ancianos no pueden aceptar que Jesús tenga poder sobre la vida y la muerte, pues ello desbarata su sistema de poder y escapa a su control. A sus ojos, resulta inaceptable que Jesús sea el Mesías. Incluso un signo irrefutable como la resurrección de Lázaro es ignorado, silenciado y rechazado. En la práctica, los ancianos del Sanedrín niegan la evidencia y dejan al descubierto los motivos profundos de su rechazo. Admitir y reconocer el regreso a la vida de Lázaro habría desmantelado su sistema de poder —un sistema que pretenden presentar como un bien para el pueblo— y habría abierto la puerta al reconocimiento del Mesías. Por eso, esta resurrección resulta para ellos insoportable. Caifás se hace portavoz de las preocupaciones de los ancianos y expresa su parecer: las multitudes siguen a Jesús, sus signos suscitan expectativas y esperanzas. Todo ello les resulta inaceptable, peligroso, desestabilizador. La solución es eliminar a Jesús y silenciar al pueblo, con el fin de evitar la intervención de los romanos. La decisión del Sumo Sacerdote, paradójicamente, es profética: declara que «conviene que uno solo muera por el pueblo, y no que perezca toda la nación».
Sin saberlo, revela la verdad sobre la misión del Mesías: Jesús morirá para salvar a todo un pueblo. Esa profecía se cumplirá pocos días después, cuando el Salvador sea entregado a la muerte. La razón que Caifás esgrime queda clara: evitar que sus acciones incomoden a los romanos y los lleven a destruir el Templo de Jerusalén. De hecho, muchos veían en la obra de Jesús la de un agitador del pueblo que, tarde o temprano, acabaría atrayendo a un grupo dispuesto a rebelarse contra el dominio romano. ¿No era eso, acaso, lo que Judas esperaba de Él?
Los ancianos no desean que su relativa tranquilidad se vea perturbada y prefieren hacer prevalecer un bien humano aparente sobre el auténtico bien que viene de Dios. Así, Caifás se convierte en el primero de una larga lista de poderosos que reprimen la libertad religiosa y los derechos fundamentales de todo ser humano.
Hay otro aspecto que conviene destacar en este relato del evangelista san Juan. El Sanedrín muestra preocupación ante el comportamiento de Jesús, ante algo que supera su comprensión.
Y, sin embargo, la resurrección de Lázaro es incontrovertible; numerosos testigos afirman haberle visto vivo después de haber pasado cuatro días en el sepulcro. Los ancianos, implícitamente, reconocen su impotencia ante los signos obrados por Jesús. No obstante, pese a ello, estos judíos no creen, no abren sus ojos al misterio de Dios, sino que se sienten impulsados a oponerse, a intervenir para reprimir su acción.
Cuando san Juan escribe su Evangelio, la deportación del pueblo judío y la destrucción de Jerusalén a manos de los romanos ya se han producido. A pesar de las medidas adoptadas contra Jesús, los ancianos del Sanedrín no logran evitar aquello que atribuyen erróneamente a la fe en Cristo. Su juicio es completamente equivocado, pues los disturbios sociales que temen como consecuencia de la fe en Jesús son, en realidad, fruto de su incredulidad y del rechazo al Mesías.
En la economía de la salvación, la muerte de Cristo tiene como fin la salvación, porque reúne en la unidad a todos los hijos de Dios dispersos. El pecado divide; la salvación es vida en comunión con Dios y con los hermanos. En la muerte de Jesús se cumple la profecía de Ezequiel —que hemos escuchado— según la cual el Señor reunirá en un solo pueblo a todos sus hijos, para formar un solo rebaño guiado por un solo pastor.
Queridos hermanos y hermanas: agradezco profundamente vuestra presencia, que una vez más me confirma vuestro aprecio y afecto hacia mi persona. Agradezco en particular a Sor Raffaella por su invitación, y agradezco de corazón a las Hermanas Clarisas por sus oraciones, que con tanto cariño han acompañado y siguen acompañando nuestro servicio a la Iglesia. Aprovecho esta ocasión para desearos a todos vosotros y a vuestras familias una Santa Pascua.
Cristo Resucitado, ayúdanos a experimentar la alegría del Padre que nos ama, que habita en nosotros, y llénanos de tu paz y de tu luz.
María, nuestra Madre, concédenos vivir en este Año Jubilar la Pascua de la gracia, la Pascua de la amistad, la Pascua del encuentro, la Pascua de la reconciliación. Amén.