13 de septiembre: SAN JUAN CRISTOBAL, DOCTOR DE LA IGLESIA
Sufrió por dar testimonio del Evangelio
“Gloria a Dios en todas las cosas”: con estas palabras, el 14 de septiembre de 407, san Juan Crisóstomo, “Boca de oro”, llamado así por su arte oratorio y su elocuencia, concluyó su peregrinación terrena. Nacido en Antioquía en un año comprendido entre 344 y 354, se dedicó al estudio de la retórica y las letras bajo la dirección del célebre Libanio. Al terminar sus estudios, se sintió fascinado por el mundo y se dedicó al teatro y a los debates. Poco tiempo después, sin embargo, se preparó para recibir el bautismo y lo recibió un domingo de Pascua de un año indeterminado. Posteriormente asistió al Círculo de Diodoro, una especie de seminario donde se podían cursar estudios teológicos. Durante ese período, se interesó por la exégesis de las Sagradas Escrituras y aprendió el método histórico-literario de la escuela de Antioquía. A continuación, pasó seis años viviendo una existencia eremítica, primero en la colina de Silpio, cerca de Antioquía, y después en una cueva en soledad y penitencia.
De regreso a la ciudad, fue ordenado diácono por el obispo Melecio en 381, y sacerdote por el obispo Flaviano en 386. Antes de su ordenación sacerdotal, ya había escrito cinco de sus famosos Tratados. Sus sermones despertaban admiración entre los fieles, buscando recordar a los cristianos que debían ser coherentes con sus promesas bautismales. Invitaba a conocer cada vez más las Escrituras, a llevar una vida espiritual intensa y a ejercer la caridad con los hermanos. Escribía: «Es un error monstruoso creer que el monje debe llevar una vida más perfecta, mientras que los demás podrían despreocuparse de ello... Los laicos y los monjes deben llegar a una perfección idéntica» (Contra los adversarios de la vida monástica 3:14).
En 397 Juan se convirtió en Patriarca de Constantinopla. En la capital se dedicó a la reforma de la Iglesia: depuso a los obispos simoníacos, condenó la acumulación de riquezas en manos de unos pocos y compartió los bienes del patriarcado con los pobres. Su labor evangelizadora llegó incluso a los más alejados. Su celo suscitó la envidia de los poderosos, que temían perder su posición social. En 403, la emperatriz Eudoxia, con el apoyo del patriarca de Alejandría, Teófilo, hizo que lo depusieran por herejía y lo condenaran al exilio en un juicio falso. Sin embargo, poco después, dado el gran apoyo popular, la condena fue anulada y volvió a Constantinopla. Reanudó su predicación contra el vicio y los abusos y fue detenido nuevamente y condenado al exilio.
Juan apeló al papa Inocencio I, que confirmó su inocencia a las acusaciones, pero el poder imperial lo quería lejos. Fue confinado en Cucuso, una pequeña ciudad de Armenia, pero los fieles continuaron siguiéndole y frecuentándole. Así que sus enemigos decidieron alejarlo aún más y lo enviaron a una ciudad del Ponto. Exhausto, nunca consiguió llegar a su destino, pues murió en el camino, en Comana.
Su legado incluye numerosas obras, desde Tratados de ascética y moral hasta homilías sobre el Génesis, los Salmos, los Evangelios de Mateo y Juan, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de San Pablo, pasando por homilías bautismales y litúrgicas.
Famosa es su definición de la oración: «La oración, o diálogo con Dios, es un bien supremo. Es, en efecto, una comunión íntima con Dios. Como los ojos del cuerpo que ven la luz son iluminados por ella, así también el alma que se tiende hacia Dios es iluminada por la luz inefable de la oración. Sin embargo, no debe ser una oración hecha por costumbre, sino que debe salir del corazón. No debe limitarse a ciertos momentos u horas, sino florecer continuamente, noche y día». De las Homilías de Juan Crisóstomo, (Homilía 6 sobre la oración; PG 64, 462-466)