En la Basílica de los Santos XII Apóstoles, el Cardenal Vérgez Alzaga presidió el séptimo día de la novena a la Inmaculada

El Magníficat según el Beato Cardenal Pironio
El misterio de María es un misterio de “despojo y anonadamiento, de ocultamiento y pequeñez, de humildad y servicio”. Con estas palabras, el Cardenal Fernando Vérgez Alzaga, Presidente de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano, presidió el séptimo día de la novena a la Inmaculada. La celebración tuvo lugar la tarde del jueves 5 de diciembre en la Basílica romana de los Santos XII Apóstoles, que está a cargo de los Frailes Menores Conventuales. La Concelebración Eucarística fue precedida por el rezo del Rosario y el canto de las letanías.
El Presidente de la Gobernación fue uno de los Cardenales que, de forma rotativa, presidieron cada jornada de la novena, la más antigua que se celebra en Roma. Esta tradición se remonta al pontificado de Sixto IV della Rovere (1471-1484), quien, mediante la Constitución Apostólica Cum praecelsa del 27 de febrero de 1476, aprobó para la Iglesia universal la fiesta devocional de la Inmaculada Concepción (8 de diciembre), con Oficio y Misa propios, y otorgó las mismas indulgencias concedidas para la solemnidad del Corpus Christi.
La celebración contó con la participación musical de la Capilla Musical Constantiniana de la Basílica, que interpretó el tradicional Tota Pulchra.
El domingo 8 de diciembre, solemnidad de la Inmaculada Concepción, la Banda Musical del Cuerpo de la Gendarmería interpretará un himno en honor de la Virgen, al pie de la estatua de la Inmaculada en la Plaza Mignanelli. Durante el homenaje a la Virgen María, participarán diversas realidades eclesiales, entre ellas, la Parroquia de San Andrés delle Fratte, la Soberana Orden de Malta, la Legio Mariae, el Círculo San Pedro, la Fundación Don Gnocchi y la UNITALSI.
A continuación, se publica la homilía del Cardenal Presidente:
Queridos Frailes Menores Conventuales que prestáis servicio en esta Basílica,
Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
Quisiera comenzar esta meditación en preparación para la Solemnidad de la Inmaculada con algunas reflexiones del Beato Cardenal Eduardo Pironio, que nos permiten comprender mejor la figura de María, nuestra Madre, e introducirnos en el Misterio de María en nuestra propia vida.
«Desde ahora, todas las generaciones me llamarán bienaventurada».
Isabel, su prima, le dijo durante la Visitación: «Bienaventurada tú que has creído que se cumpliría lo que el Señor te ha dicho».
Y Jesús, su Hijo, reveló el secreto de la verdadera felicidad cuando respondió al elogio de una mujer del pueblo: «Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen». La verdadera felicidad del cristiano solo se comprende a la luz de la fe y se experimenta en la medida de la fidelidad. María se proclamó feliz porque creyó, en su pequeñez de sierva, en la palabra del Señor y se entregó con la generosidad propia de los pobres. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos». No es fácil tener un corazón pobre. Un corazón pobre es, sobre todo, un corazón sencillo.
«Porque ha mirado la humildad de su sierva, desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada».
La primera condición para que Dios entre en el corazón de una persona y obre en ella maravillas es que esa persona sea verdaderamente pobre: que no posea nada, que no busque nada, que no esté apegada a nada. El misterio de María es un misterio de despojo y de anonadamiento, de ocultamiento y pequeñez, de humildad y servicio. María ofreció la alegría serena de su absoluta confianza en el Dios omnipotente, cuyo nombre es Santo y que se mantiene fiel para siempre a las promesas hechas a Abraham y a su descendencia. El Magníficat es el canto de los pobres que encuentran en Dios su salvación. Es, por tanto, también el canto de la esperanza. Solo los pobres saben esperar verdaderamente.
En María hay una pobreza que se traduce en una total dependencia de Dios. Esta pobreza nace de la clara conciencia de su radical pequeñez de sierva. Al no comprender, pregunta: «¿Cómo será esto, pues no conozco varón?». Y más tarde, cuando pierde de vista a su Hijo en el Templo, le dice: «Hijo, tu padre y yo te buscábamos angustiados, ¿por qué nos has hecho esto?».
María, en su pobreza, tampoco entiende la respuesta, pero su actitud se traduce en contemplación y fidelidad: «He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra».
Meditar sobre la pobreza de María —a través de la contemplación y el servicio, el sufrimiento sereno y la compasión— nos beneficia y nos ayuda a comprender más profundamente el misterio de la pobreza de la Virgen. Pero hay algo más —desde la Encarnación del Verbo hasta la Cruz y Pentecostés— que permite interiorizar aún más la pobreza de María: su íntima participación en la vida y la misión de su Hijo. María comienza a vivir su historia de pobreza.
María vivió, paso a paso, esta historia de pobreza. La vivió en la dura historia de su pueblo, que aguardaba la liberación que Cristo les traería. La vivió personalmente, acompañando al Hijo, predicador del Reino, a quien siempre siguió en silencio. Comprendió por experiencia que Jesús había venido para los pobres y que sus palabras, sus gestos, sus milagros y su muerte estaban destinados a ellos.
María vivió la pobreza serena y ordinaria de Jesús desde su propia condición de “sierva del Señor”, desde la profundidad de su vida contemplativa y desde el desapego propio de una madre.
María, la pobre, comprendió la pobreza de Jesús y la vivió junto a Él, desde la Anunciación hasta la cruz. Amó a los pobres de Jesús y sufrió con ellos su dolor y su esperanza. La Asunción de la Virgen al cielo fue la plenitud de su fidelidad y la culminación de su pobreza. Solo los pobres —los verdaderamente pobres— pueden ser plenamente asumidos por Jesús y llevados por Él al cielo para hacerlos partícipes de la gloria de su Reino.
Queridos hermanos y hermanas, hoy celebramos el séptimo día de la gran novena en preparación a la solemnidad de la Inmaculada Concepción.
Frente a las numerosas noticias de guerras, destrucción, asesinatos, violencia y desastres ambientales, sentimos la necesidad de buscar un oasis de pureza, una fuente de paz, un espacio de esplendor. Todo esto se encuentra en la Virgen María, la Tota Pulchra, como proclama el antiguo himno en su honor.
Santa Bernardita Soubirous, cuando le preguntaron si había sentido miedo durante la aparición en la gruta de Massabielle, dio una respuesta inesperada:
«Sí, tuve miedo, especialmente la primera vez, pero después, ¡era tan hermosa!».
El secreto de la belleza de María reside en haber sido concebida sin la mancha del pecado original. De hecho, el Señor hizo de Ella un cofre precioso para llevar en su seno al Hijo de Dios. Ella es la primicia de todos los que serán glorificados gracias a la salvación obrada por Cristo. Así como la luna brilla en la noche, la belleza de María se distingue de todas las demás. El origen de tanta belleza no se encuentra en Ella misma, sino en Dios. Así es, porque Ella refleja la luz del Sol, que es Cristo. Toda entregada a su Hijo, la belleza de María no es más que la irradiación de la presencia de Jesús en su seno.
También nosotros no tenemos luz propia, todo nos viene de la gracia de Dios. María nos invita a reflexionar sobre el hecho de que, si nos separamos de Cristo, su luz ya no puede iluminarnos y permanecemos en la oscuridad.
Frente a las pruebas de nuestro tiempo, las que enfrentan la Iglesia y la humanidad, ante las tinieblas del pecado, necesitamos la belleza de la Inmaculada.
San Luis María Grignion de Montfort, en su Tratado de la verdadera devoción a María, destaca:
«María no es el sol, que, por la viveza de sus rayos, podría deslumbrarnos a causa de nuestra debilidad. Es, en cambio, bella y dulce como la luna, que recibe la luz del sol y la suaviza para adaptarla a nuestra limitada capacidad».
Ella nos ayuda a acercarnos al Señor, nos sostiene en nuestro camino de búsqueda de Dios, nos anima a seguir adelante, a no temer al mundo.
Durante toda su vida, la Virgen mantuvo, con sus sucesivos “sí” a la Anunciación, aquella pureza inmaculada recibida desde el principio de Dios. Se mostró siempre disponible a la voluntad divina, obediente a sus designios y llena de confianza. El secreto de su belleza sin mancha se resume en una palabra:
“Fiat”, “Hágase en mí según tu palabra”, es decir, la total disposición de la sierva del Señor.
Dios deja entrever en María su propia belleza increada, y Ella deja pasar la gloria de su Hijo a través de la transparencia y la humildad de su ser. No retiene nada para sí, y Dios habita en su silencio. La Virgen María sintetiza la espera de Israel por el Mesías prometido y recoge la esperanza de toda la humanidad.
La solemnidad de la Inmaculada Concepción nos invita también a redescubrir nuestra propia belleza, que es la de haber sido creados a imagen de Dios.
Más allá de las modas y los modelos mediáticos que se fijan solo en la apariencia exterior y no en el alma, la verdadera belleza del hombre es la presencia de Dios en su interior. Esta realidad se renueva cada vez que, tras el pecado, recurrimos a su misericordia.
Concluyo deseando a todos vosotros un buen camino de Adviento en compañía de María Inmaculada, a quien invoco para que nos bendiga y nos proteja cada día.