23 de junio: San José Cafasso
El “cura del patíbulo”
Acompañó a nada menos que 57 condenados a muerte hasta el cadalso, confesándoles y administrándoles la Comunión para sostenerlos en los últimos instantes de su vida. Por ello fue conocido como el “cura del patíbulo”. Esta atención hacia los encarcelados formaba parte de su amor por los marginados y los más necesitados, a quienes deseaba mostrar el Rostro misericordioso de Dios.
Ese fue precisamente el sello distintivo de José Cafasso, nacido el 15 de enero de 1811 en Castelnuovo d’Asti (hoy Castelnuovo Don Bosco), el mismo pueblo natal de san Juan Bosco. Era el tercero de cuatro hermanos. Su hermana Marianna, la menor de todos, fue madre del beato José Allamano, fundador de los Misioneros y de las Misioneras de la Consolata.
Aunque era de constitución frágil y de baja estatura —don Bosco solía decir que “era casi todo voz”— Cafasso poseía una fortaleza espiritual fuera de lo común. Fue ordenado sacerdote el 21 de septiembre de 1833 en Turín y, al año siguiente, conoció al padre Luigi Guala, destacado teólogo estrechamente vinculado a la espiritualidad jesuita. En 1834 ingresó en el Convictorio Eclesiástico de San Francisco de Asís, donde permaneció toda su vida como formador.
Enseñaba teología moral y ayudaba a los futuros confesores y directores espirituales a actuar con equilibrio: con la ternura de la misericordia divina, pero también con la seriedad que exige el pecado.
Su secreto era sencillo: vivir cada día para la gloria de Dios y para el bien de las almas. Era un hombre profundamente entregado a la oración y a la caridad. Conocía bien la teología, pero también las dificultades reales de las personas, a las que procuraba ayudar como verdadero pastor.
Era un hombre práctico, que rehuía las teorías complicadas, y combatió decididamente el rigorismo moral del jansenismo. Su objetivo era hacer de cada sacerdote un modelo de santidad: puro, instruido, piadoso, prudente y lleno de caridad. Decía que el primer deber de un presbítero era ser santo, para así ayudar a los demás a serlo.
Fue también confesor de la noble Giulia Falletti de Barolo, y formador de muchos futuros santos, entre ellos san Juan Bosco, el beato Francisco Faà di Bruno y el beato Clemente Marchisio.
Está considerado como uno de los principales exponentes de la llamada “Turín de los santos sociales”, un periodo fecundo en figuras religiosas comprometidas con la respuesta cristiana a los problemas sociales. En aquella época, la ciudad atravesaba profundas transformaciones: tensiones políticas derivadas del Risorgimento, creciente influencia de élites laicas y anticlericales, y un proceso acelerado de industrialización que llevó a numerosos campesinos a emigrar a la ciudad, provocando desorden, pobreza y desarraigo.
Tuvo compasión de los desheredados y se entregó con esmero a la conversión de los pecadores. Frecuentaba con regularidad las cárceles de Turín, donde a veces permanecía toda la noche. Llevaba pequeños obsequios a los presos, como tabaco o cigarros, para aliviar en algo las duras condiciones, pero sobre todo les ofrecía su cercanía espiritual, ayudando incluso a los criminales más endurecidos a abrirse a la conversión. Tenía una extraordinaria capacidad para comprender los corazones, y trataba con respeto y dignidad incluso a los condenados a muerte.
Falleció el 23 de junio de 1860, y sus restos reposan en el santuario de la Consolata, en Turín. Pío XII lo canonizó el 22 de junio de 1947 y, el 9 de abril de 1948, lo proclamó patrono de las cárceles italianas. Ese mismo Pontífice, en la exhortación apostólica Menti nostrae, del 23 de septiembre de 1950, lo propuso como modelo para los sacerdotes dedicados al ministerio de la confesión y de la dirección espiritual.
