2 de noviembre: Conmemoración de los Fieles Difuntos
Memoria y oración
Los últimos días de octubre y los primeros de noviembre han sido desde antiguo considerados un tiempo especial para conmemorar a los difuntos. Una de las antiguas creencias que explican esta elección sostiene que el Diluvio Universal —según la tradición— habría tenido lugar precisamente en este período del año, quedando así simbólicamente asociado a la muerte y al recuerdo.
En la tradición bizantina, la memoria de los difuntos se celebraba a finales de enero o a comienzos de febrero, concretamente el sábado anterior al domingo de Sexagésima, es decir, unos sesenta días antes de la Pascua.
San Agustín, ya en los primeros siglos del cristianismo, exhortaba a los fieles a orar por los difuntos no solo en el aniversario de su muerte, sino también en otras ocasiones, como signo de caridad y de comunión
En el siglo VII, los monasterios comenzaron a dedicar una jornada entera a la oración por todos los difuntos. En el siglo IX, el monje Amalario afirmaba que la memoria de los difuntos debía seguir a la de los santos, precisamente para recordar también a quienes aún no han alcanzado el Paraíso, pero esperan en la esperanza.
La fecha del 2 de noviembre fue establecida gracias a la iniciativa de San Odilón de Cluny, abad benedictino profundamente devoto de las almas del Purgatorio. Se cuenta que un hermano de su orden, de regreso de Tierra Santa, fue sorprendido por una tormenta y obligado a desembarcar en Sicilia, donde encontró a un ermitaño. Este le relató que oía con frecuencia los lamentos de las almas del Purgatorio, acompañados de voces demoníacas que acusaban precisamente a Odilón, porque con sus oraciones procuraba liberarlas.
Impresionado por este relato, en el año 998 el abad ordenó a todos los monasterios cluniacenses celebrar cada 2 de noviembre una jornada de oración por todos los fieles difuntos. Tras las Vísperas del 1 de noviembre, las campanas de la abadía debían doblar a muerto, y al día siguiente se ofrecía la Misa por el descanso de las almas. Desde entonces, esta fecha se convirtió en conmemoración oficial para toda la Iglesia.
La Iglesia ha custodiado siempre con amor el recuerdo de los difuntos. Esta atención nace de una profunda esperanza cristiana, fundada en la Sagrada Escritura y en la misericordia de Dios. En el libro de Job leemos:
“Yo sé que mi Redentor vive, y que al final se alzará sobre el polvo” (Job 19, 25).
Estas palabras expresan la certeza de que la muerte no es el final, sino un tránsito hacia la visión de Dios.
También el apóstol Pablo insiste en ello: para los cristianos, la muerte y la resurrección de Jesús constituyen un único acontecimiento. Los discípulos participan de este misterio y viven guiados por el Espíritu del Resucitado. Por eso los cristianos oran por los difuntos, confían en su intercesión y esperan reencontrarlos un día en el cielo, unidos todos en la alabanza de Dios.
Esta conmemoración es, además, ocasión para reconocer el bien que han dejado en la tierra, el testimonio de fe, de amor y de caridad que nos han transmitido.
Junto a ellos, también nosotros caminamos en la esperanza, hacia esa plenitud de vida que solo Dios puede otorgar.
