3 de julio: Santo Tomás Apóstol
«¡Señor mío y Dios mío!»
Tomás, llamado también Dídimo —que significa “Mellizo”—, formaba parte del reducido grupo de discípulos escogidos por Jesús desde los albores de su vida pública. Era uno de los Doce Apóstoles, como subraya el evangelista san Juan. Es precisamente este mismo evangelista quien nos lega varios pasajes esclarecedores sobre la personalidad de Tomás.
Cuando Jesús decidió ir a Betania tras la muerte de Lázaro, se narra:
«Entonces dijo a los discípulos: “Volvamos de nuevo a Judea”. Le dijeron los discípulos: “Rabbí, hace poco intentaban los judíos apedrearte, ¿y vas a volver allá?”. Jesús respondió: “¿Acaso no tiene el día doce horas? Si uno camina de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si camina de noche, tropieza, porque la luz no está en él”» (Jn 11, 7-10).
A continuación les dijo con toda claridad:
«Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos a él». Entonces Tomás, llamado Dídimo, dijo a los demás discípulos:
«Vayamos también nosotros, para morir con él» (Jn 11, 14-16).
Durante la Última Cena, cuando Jesús anunció su partida, Tomás intervino:
«En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos un lugar? Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino».
Le dijo Tomás:
«Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?».
Jesús le respondió:
«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Desde ahora le conocéis y le habéis visto» (Jn 14, 2-7).
Tras la Resurrección, cuando los demás discípulos habían visto al Señor resucitado y Tomás no se hallaba con ellos, san Juan relata:
«Tomás, uno de los Doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los demás discípulos le decían: “¡Hemos visto al Señor!”. Pero él les respondió: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y mi mano en su costado, no lo creeré”».
Ocho días después, los discípulos estaban de nuevo en la casa, y Tomás con ellos.
«Vino Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “La paz con vosotros”. Luego dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo, mira mis manos; extiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”.
Tomás respondió: “¡Señor mío y Dios mío!”.
Jesús le dijo: “¿Porque me has visto, has creído? Dichosos los que no han visto y han creído”» (Jn 20, 24-29).
Gracias precisamente a la necesidad de Tomás de ver y tocar para creer —un impulso casi “científico”, podríamos decir—, poseemos un testimonio especialmente tangible de la realidad de la Resurrección. Y, sin embargo, fue él el primero en proclamar abiertamente quién era verdaderamente el Resucitado, dirigiéndose a Jesús con las palabras:
«¡Señor mío y Dios mío!»
Según la tradición, Tomás llevó el Evangelio hasta el sur de la India, donde se le venera como fundador de la Iglesia local. Su sepulcro se encuentra hoy en la Basílica de Santo Tomás, en Chennai (India).
A él se le atribuye asimismo un evangelio apócrifo: el Evangelio de Tomás.
