22 de agosto: memoria litúrgica de la Santísima Virgen María Reina
No una Soberana distante, sino una Madre tierna y cercana
«Desde los primeros siglos de la Iglesia católica, el pueblo cristiano ha elevado suplicantes oraciones e himnos de alabanza y devoción a la Reina del Cielo, tanto en circunstancias gozosas como, mucho más, en momentos de grave aflicción y peligro; ni nunca se han desvanecido en la fe las esperanzas puestas en la Madre del Rey divino, Jesucristo, gracias a la cual hemos aprendido que la Virgen María, Madre de Dios, preside el universo con corazón maternal, como coronada de gloria en la beatitud celestial». Así lo recuerda Pío XII en su Encíclica Ad Caeli Reginam del 11 de octubre de 1954, con la que instituyó la fiesta litúrgica de la «Bienaventurada Virgen María Reina».
La memoria actual cae el 22 de agosto, en la octava de la solemnidad de la Asunción. Esta celebración fue incluida por Pío XII en el calendario litúrgico el 31 de mayo, al final del mes mariano. San Pablo VI, con la Carta Apostólica en forma de Motu proprio Mysterii Paschalis, con la que aprobó las normas generales para el año litúrgico y el nuevo calendario romano, la colocó el 22 de agosto, al término de los ocho días de la Solemnidad de la Asunción de María en cuerpo y alma al Cielo, convirtiéndola en el epílogo glorioso de la Madre de Dios, sentada junto al Rey y resplandeciente como Reina, como recita la antífona del día: «A tu diestra está sentada la Reina, tejida de oro es su vestidura (Cf. Sal 44, 10.14)».
A lo largo de los siglos, los fieles se han dirigido a María y a su poderosa intercesión ante Dios para encontrar protección, apoyo, consuelo. Incluso pueblos y naciones enteros se han consagrado a Ella. Baste recordar a Francia, con Luis XIII que le confió el reino y que en la Asunción la reconoce e invoca como Patrona. O Colombia, que Pío XII -en su radiomensaje del 6 de julio de 1946, con ocasión de la clausura del Congreso mariano nacional en Bogotá- describió como: «¡Tierra de la Virgen; Colombia, Jardín mariano! O también el continente africano, cuando san Juan Pablo II -durante su viaje pastoral a Benín, Uganda y Jartum, en el Ángelus, en el Santuario de los mártires ugandeses de Namugongo, el domingo 7 de febrero de 1993- invocó a María, ¡Reina de África!: «Lleva a todos al reino del Señor de santidad, verdad y vida. Tú que libremente dijiste «sí» a Dios y te convertiste en la Virgen Madre de su Hijo único, permanece siempre cerca de tus hijos de Uganda. Que renazcan en la esperanza y que se cumpla en ellos el plan de salvación de Dios. Que toda África conozca y ame a través de ellos el nombre de Jesucristo, nuestro Salvador».
O a la «Reina Celeste de Italia», título mariano con el que se honra a María desde la Edad Media y a la que Benedicto XVI, en su discurso al embajador italiano ante la Santa Sede el jueves 4 de octubre de 2007, encomendó la protección maternal del pueblo italiano. O Polonia, a la que el Papa Francisco -en un videomensaje a los peregrinos polacos que habían acudido a Częstochowa para celebrar el tricentenario de la coronación de la imagen de María Reina de Polonia- dedicó su reflexión: «Es un gran honor tener por Madre a una Reina, la misma Reina de los Ángeles y de los Santos, que reina gloriosa en el cielo. Pero da aún mayor júbilo saber que tenéis por Reina a una Madre, amar como Madre a Aquella a quien llamáis Señora». Porque la imagen sagrada muestra que María no es una Reina lejana sentada en un trono, sino la Madre que abraza a su Hijo y, con Él, a todos nosotros sus hijos. Es una Madre real, de rostro marcado, una Madre que sufre porque se toma verdaderamente a pecho los problemas de nuestra vida. Es una Madre cercana, que nunca nos pierde de vista; es una Madre tierna, que nos toma de la mano en nuestro camino cotidiano».
Santa Teresa de Lisieux decía lo mismo: «María es más Madre que Reina», lo que no significa disminuir el valor de la Madre de Dios, sino subrayar que la suya es una intercesión maternal y no una expresión de dominación.
Es importante considerar que el reinado de María no es como lo entiende el mundo. Reinar para María es servir a su Hijo y en Él a la humanidad. Ella participa de la majestad de Cristo porque es su Madre. El Evangelio muestra a María totalmente sencilla, pequeña, cercana a sus hijos, perfecta discípula de su Hijo. En ella descubrimos el privilegio de la pobreza y la pequeñez que caracteriza toda la vida terrena de Jesús. Pobreza y pequeñez que se convirtieron para san Francisco en una razón de vivir, como escribió en su testamento a santa Clara: «Yo, hermano Francisco, pequeño, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre».
Por otra parte, los Hechos de los Apóstoles narran que María estaba entre los Apóstoles en oración después de la Ascensión, pero no era Ella quien dirigía el grupo, sino Pedro. No obstante, el papel de María es insustituible como vínculo entre el Hijo resucitado y sus discípulos en la tierra. Por eso, la realeza de María es una realeza de intercesión, como afirma san Pablo VI en la Exhortación apostólica Marialis Cultus: «La solemnidad de la Asunción tiene una prolongación festiva en la celebración de la Santísima Virgen María Reina, que tiene lugar ocho días después, en la que la contemplamos a Ella que, sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre» (6).
De hecho, el fundamento teológico de su reinado deriva de su especial participación en la redención realizada por su Hijo: «La bienaventurada Virgen, predestinada desde la eternidad, dentro del designio de la encarnación del Verbo, a ser la Madre de Dios, por disposición de la divina Providencia fue en esta tierra el alma mater del divino Redentor, generosamente asociada a su obra por un título absolutamente único, y humilde esclava del Señor, concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo moribundo en la cruz, cooperó de modo especialísimo a la obra del Salvador, con su obediencia, fe, esperanza y ardiente caridad, para restablecer la vida sobrenatural de las almas. Por esto se ha convertido para nosotros en una madre en el orden de la gracia» (cf. Lumen gentium, 61).
A lo largo de los siglos, la Iglesia ha dedicado a María numerosos himnos en los que se honra su realeza, como Salve Regina, Regina coeli, Ave Regina cœlorum, y también en las Letanías Lauretanas se la invoca varias veces como Reina.
En estos tiempos, caracterizados por la tercera guerra mundial en partes, como señala el Papa Francisco, entre los muchos títulos con los que se invoca a María, quizá sea oportuno rezarle como Reina de la Paz. Recordando lo que San Pablo VI escribió en la Exhortación Apostólica Marialis Cultus sobre la Solemnidad de la Madre de Dios: «destinada a celebrar la parte que María tuvo en este misterio de salvación y a exaltar la singular dignidad que de él deriva para la santa Madre... por medio de la cual hemos recibido... al Autor de la vida; y es también ocasión propicia para renovar la adoración al Príncipe de la paz recién nacido, para escuchar una vez más el anuncio angélico (cf. Lc 2, 14), para implorar de Dios, mediador la Reina de la paz, el don supremo de la paz» (5).