24 de junio: Natividad de San Juan Bautista
Voz de uno que clama en el desierto
San Juan Bautista es la única persona, junto con la Virgen María, cuya natividad la Iglesia celebra con una fiesta litúrgica solemne. Según la tradición, nació en Ain Karem, y su venida al mundo se considera el primer signo visible del inicio de los tiempos mesiánicos.
Su nacimiento fue de carácter milagroso, ya que su madre, Isabel, era estéril. Todo comenzó con el anuncio del arcángel Gabriel a su padre Zacarías, quien al principio no creyó las palabras del mensajero celestial.
El nombre “Juan”, que significa “Dios ha tenido misericordia”, anticipa ya su misión. Este nombre, elegido por voluntad divina, le fue impuesto el día de la circuncisión, cuando Zacarías, al recuperar el habla, entonó el cántico del Benedictus.
La solemnidad de la Natividad de San Juan Bautista, celebrada el 24 de junio, tiene orígenes muy antiguos. Ya san Agustín (354–430) atestigua que en su tiempo esta fecha era celebrada por los cristianos. En el siglo IV, la Iglesia fijó la Natividad de Cristo en el solsticio de invierno (25 de diciembre); para respetar la cronología evangélica, la Natividad de Juan Bautista fue situada seis meses antes, en el solsticio de verano (24 de junio), cuando los días comienzan a acortarse. Los Padres de la Iglesia vieron en ello un signo simbólico de las palabras que el mismo Juan diría refiriéndose a Jesús: «Él debe crecer y yo menguar».
Según la enseñanza patrística, Juan fue liberado del pecado original incluso antes de nacer, cuando María, encinta de Jesús, visitó a Isabel. En ese momento, Juan saltó de gozo en el vientre de su madre, reconociendo la presencia del Salvador. El propio arcángel Gabriel había anunciado que Juan estaría lleno del Espíritu Santo desde el seno materno. Así, por voluntad divina, fue preparado desde antes de su nacimiento para ser el profeta del Altísimo. En efecto, él fue quien preparó al pueblo para la venida de Jesús, predicando la conversión y el perdón de los pecados, en el espíritu del profeta Elías.
La actividad pública de Juan comenzó hacia los años 27–28 d.C., tal como relata el Evangelio de san Lucas, y fue precedida por un período de retiro en el desierto, donde llevó una vida de oración y penitencia para fortalecer su espíritu. De este modo, Juan se convirtió en puente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Juan Bautista fue el último y el más grande de los profetas, porque fue el único que señaló directamente al Mesías, diciendo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Reconoció a Jesús como el Salvador en el momento del bautismo en el río Jordán, cuando vio descender sobre Él al Espíritu Santo, tal como le había sido revelado desde el cielo como señal para identificarlo.
En una de sus homilías dedicadas a esta solemnidad, san Agustín explicó el papel de Juan Bautista en la historia de la salvación mediante una imagen simbólica: la voz de Zacarías, padre de Juan, que se libera con el nacimiento del hijo, es como el velo del templo que se rasga en la muerte de Cristo. Zacarías recupera la palabra solo cuando nace Juan, porque él es la “voz” que anuncia la venida del Señor. Si Juan hubiera hablado solo de sí mismo, su padre no habría recobrado el habla. La lengua de Zacarías se suelta porque ha nacido la voz que prepara el camino al Verbo.
Cuando Juan comienza su misión, le preguntan quién es, y él responde: «Yo soy la voz de uno que clama en el desierto» (Mc 1,3). Juan es, por tanto, la voz que grita para preparar el camino del Señor. De Jesús, en cambio, se dice que es el “Verbo”, es decir, la Palabra eterna de Dios. Juan es solo una voz pasajera; Cristo, en cambio, es el Verbo eterno, presente desde el principio.
