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25 de octubre: Beato don Carlo Gnocchi

Una vida entregada a los “mutiladitos”

Carlo Gnocchi nació el 25 de octubre de 1902 en San Colombano al Lambro, una pequeña localidad de la provincia de Lodi. Tercer hijo de Enrico, artesano del mármol, y de Clementina, modista, creció en una familia modesta marcada por el sufrimiento temprano: su padre murió cuando él tenía apenas cinco años y, poco después, la tuberculosis se llevó también a sus dos hermanos, Mario y Andrea. Su madre, viuda y sola, se trasladó con el pequeño Carlo a Milán, donde intentó reconstruir un futuro para ambos.

Desde su infancia, Carlo mostró una profunda vocación espiritual. Ingresó en el Seminario bajo la guía del cardenal Andrea Ferrari y, a pesar de una salud frágil que lo obligó a repetidos periodos de convalecencia en casa de una tía en Montesiro, perseveró con firmeza en el camino hacia el sacerdocio. Fue ordenado sacerdote en 1925 por el arzobispo Eugenio Tosi, celebrando su primera Misa precisamente en Montesiro, lugar muy querido para él.

Su primer encargo pastoral fue como asistente en un oratorio, primero en Cernusco sul Naviglio y luego en la parroquia milanesa de San Pietro in Sala, donde pronto se ganó el aprecio de la comunidad por su dedicación educativa y su carácter afable. Su talento como educador no pasó desapercibido: en 1936 el cardenal Alfredo Ildefonso Schuster lo nombró director espiritual del Instituto Gonzaga, una de las escuelas más prestigiosas de la ciudad, confiada a los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Paralelamente, se dedicó a los estudios pedagógicos y publicó algunos breves ensayos.

En los años siguientes, Schuster le confió la atención espiritual de los universitarios de la Segunda Legión de Milán, en su mayoría estudiantes de la Universidad Católica y antiguos alumnos del Gonzaga. Cuando Italia entró en la Segunda Guerra Mundial en 1940, muchos de aquellos jóvenes fueron llamados a filas. Don Carlo, movido por un profundo sentido de responsabilidad educativa, decidió acompañarlos al frente como capellán voluntario de los alpinos del batallón “Val Tagliamento”, partiendo hacia la campaña greco-albanesa.

De regreso a Italia, no dudó en volver a partir en 1942 con la División Tridentina, rumbo a Rusia. Fue durante la trágica retirada de enero de 1943 cuando vivió una de las experiencias más dramáticas y decisivas de su vida: exhausto, estuvo a punto de morir en la nieve, pero fue salvado por unos compañeros que lo transportaron en un trineo. En aquellos días, junto a jóvenes heridos y moribundos, germinó en él la idea de dedicarse por entero, tras la guerra, al cuidado de los más débiles.

De vuelta en su patria, emprendió un largo y conmovedor recorrido por las montañas en busca de las familias de los caídos, para llevarles consuelo. En esos años difíciles ayudó también a numerosos perseguidos políticos a huir a Suiza, poniendo en riesgo su propia vida. Fue arrestado por las SS bajo la acusación de espionaje, aunque luego fue liberado gracias a la intervención del cardenal Schuster.

Con el fin del conflicto, comenzó a dar forma concreta al sueño nacido en el frente: ofrecer acogida y atención a los niños mutilados por la guerra. Asumió la dirección del Instituto de Grandes Inválidos de Arosio (Como), donde recibió a los primeros “mutiladitos” y huérfanos. El centro pronto se llenó, y en 1947 don Gnocchi logró alquilar una gran casa en Cassano Magnago, que se convirtió en un nuevo punto de referencia para su obra.

En 1948 fundó la Federación Pro Infancia Mutilada, reconocida oficialmente al año siguiente por el presidente de la República. Alcide De Gasperi lo nombró asesor de la Presidencia del Consejo para las políticas de protección de los niños mutilados. En pocos años abrió colegios en toda Italia: Parma, Pessano con Bornago, Turín, Inverigo, Roma, Salerno y Pozzolatico. En estas instituciones, don Carlo implantó un modelo innovador: no solo acogida y asistencia, sino también rehabilitación médica, educación y formación profesional, en una época en la que la medicina rehabilitadora estaba aún en sus comienzos.

Su obra recibió el apoyo de las más altas instituciones: fue recibido por Pío XII y se reunió con los presidentes Einaudi y Gronchi. Logró implicar también al mundo del espectáculo y del deporte en campañas extraordinarias: en 1948 un pequeño avión, apodado “El ángel de los niños”, voló hasta Argentina para recaudar fondos, y en 1949 una expedición scout llegó hasta el Cabo Norte en motocicleta para sostener su obra.

En 1951 la Federación dio paso a la nueva Fundación Pro Juventute, a la que se transfirieron todos los bienes y actividades. El sueño más ambicioso de don Carlo se concretó en 1955 con la colocación de la primera piedra de un gran centro de rehabilitación en Milán, cerca del estadio de San Siro, en presencia del presidente Gronchi.

Sin embargo, don Gnocchi, ya gravemente enfermo, no llegó a ver terminada su obra. Murió el 28 de febrero de 1956 en la clínica Columbus, a causa de un tumor. A su funeral, celebrado en el Duomo por el arzobispo Giovanni Battista Montini, asistieron más de cien mil personas. Cuatro alpinos llevaron el féretro, mientras otros alzaban en brazos a los pequeños mutiladitos entre lágrimas. Toda la ciudad estaba de luto, y muchos murmuraban: “Ha muerto un Santo”.

Su último gesto fue de una fuerza profética: dejó escrito su deseo de donar sus córneas a dos jóvenes ciegos, Silvio Colagrande y Amabile Battistello, cuando en Italia aún no existía ninguna legislación sobre trasplantes.

La intervención, realizada con éxito por el profesor Galeazzi, causó un profundo impacto y llevó tanto al mundo político como al eclesiástico a afrontar la cuestión. El papa Pío XII, el domingo siguiente a la muerte de don Carlo, alabó públicamente su gesto durante el Ángelus.

Fue beatificado el 25 de octubre de 2009. Sus restos mortales reposan en la iglesia que lleva su nombre en Milán.

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