3 de noviembre: San Martín de Porres
El Apóstol de los indígenas
San Martín de Porres nació en Lima, Perú, el 9 de diciembre de 1579 y fue bautizado en la iglesia de San Sebastián. Durante los primeros años de su vida vivió con su madre —una antigua esclava de origen africano— y con su hermana Juana en condiciones difíciles, a pesar de haber sido reconocido por su padre. Cuando Martín tenía unos ocho años, su padre, Juan de Porres, noble español, decidió finalmente ocuparse de su educación, llevando a sus hijos con él a Guayaquil, en el actual Ecuador, donde pudieron vivir en mejores condiciones.
Más tarde, al ser nombrado gobernador de Panamá, el padre regresó con Martín a Lima y dejó a la madre los medios necesarios para su sustento y formación. Martín comenzó a interesarse por la medicina, frecuentando a dos boticarios vecinos, Mateo Pastor y Francisca Vélez Michel. Continuó su aprendizaje trabajando también en la barbería de Marcelo de Rivera, donde aprendió técnicas de cirugía y cuidados.
A los quince años, Martín sintió la vocación religiosa y se acercó a la Orden de los Dominicos, presente en Lima desde los tiempos del primer obispo del Perú, fray Vicente de Valverde. Se presentó en el convento del Rosario, donde fue admitido como hermano “donado”, encargado de los trabajos más humildes, como la limpieza. Esta decisión no agradó a su padre, pero Martín se sentía feliz de poder servir. En los momentos libres, ayudaba a los hermanos gracias a sus conocimientos médicos, atendiendo incluso a quienes en el pasado se habían burlado de él.
Se cuenta que, cuando el convento atravesaba graves dificultades económicas, el prior estaba dispuesto a vender objetos preciosos para saldar las deudas. Martín se acercó a él y le propuso venderse como esclavo. El prior, conmovido por su humildad, rehusó y le dijo: “Tú no estás hecho para ser vendido.”
Martín era humilde, pero también instruido. Aunque no había cursado estudios formales, demostraba conocer bien la filosofía y la teología de santo Tomás de Aquino. Un día respondió brillantemente a una pregunta sobre Dios formulada por dos estudiantes, dejándolos admirados. Su profesor comentó: “Martín posee la ciencia de los santos.”
Además de cuidar a los enfermos, predicaba el Evangelio a los pobres que encontraba, también en la hacienda de Limatambo, donde solía hablar a esclavos y sirvientes. Por su entrega y humildad, los superiores decidieron admitirlo como hermano converso de pleno derecho el 2 de junio de 1603.
Desde entonces llevó una vida aún más ascética, con largas oraciones ante el Santísimo Sacramento, penitencias y meditaciones sobre la Pasión de Cristo. Según algunos testimonios, recibió el don del éxtasis y fue visto elevándose del suelo durante la oración.
Fue amigo de otros religiosos santos, como san Juan Macías, y su fama creció hasta el punto de que incluso el gobernador y el virrey solicitaban su consejo. Sin embargo, seguía dedicándose a los pobres, especialmente a los indígenas. Cuando una epidemia azotó Lima, cuidó hasta sesenta frailes enfermos.
Entre sus múltiples tareas, continuó ejerciendo como barbero, un oficio de gran importancia en un convento tan numeroso. Su reputación de sanador le granjeó la confianza de los ricos, que le ofrecían donativos para obras de caridad. Gracias a ello consiguió equipar la enfermería con camas, medicinas y todo lo necesario. Con frecuencia acogía a pobres, enfermos e inmigrantes sin hogar. Uno de ellos, un muchacho de catorce años llamado Juan Vásquez, se convirtió en su ayudante y se encargó de llevar limosnas a familias necesitadas.
Nobles y prelados que visitaban Lima acudían a buscarle. Entre ellos, el arzobispo Feliciano de la Vega, enfermo, fue curado por Martín. Aunque este fue invitado a acompañarle a México, prefirió permanecer en Lima para seguir atendiendo a los pobres.
El gobernador Juan de Figueroa, amigo y benefactor suyo, recibió de Martín una triste advertencia: “Pronto llegarán las dificultades.” Pocos días después, el gobernador sufrió enfermedades, calumnias y pérdidas económicas. Entonces Martín le consoló, asegurándole que, aunque perdiera mucho, conservaría lo suficiente para vivir dignamente.
Para atender al elevado número de necesitados, la enfermería dirigida por Martín estaba separada del resto del convento, aunque en casos urgentes él mismo acogía a los enfermos en su celda.
No se conservan muchos datos sobre la preparación de sus medicinas, pero se sabe que recogía hierbas en la hacienda de Limatambo, donde probablemente disponía de un pequeño laboratorio.
Entre sus obras más duraderas destaca la fundación del Colegio de la Santa Cruz, una de las primeras escuelas para niños pobres en América. Fue una empresa ardua: ni la Iglesia ni las autoridades civiles le ofrecieron ayuda. Finalmente encontró benefactores y logró abrirla, confiando su dirección a Mateo Pastor. La escuela acogió a numerosos niños huérfanos o abandonados, salvándolos de la calle.
Martín fue también muy querido por su amor hacia los animales. Un episodio verídico narra cómo un gran perro herido entró en la enfermería; Martín lo curó con esmero y, una vez restablecido, lo devolvió a su dueño.
Falleció la noche del 3 de noviembre de 1639, rodeado de los frailes que rezaban por él. Al día siguiente asistieron a su sepelio el arzobispo de México, Feliciano de la Vega, y las autoridades de la ciudad. Su cuerpo fue enterrado en la cripta situada bajo la sala capitular del convento.
El 10 de enero de 1945, Pío XII lo proclamó Patrono de las obras de justicia social del Perú, y Juan XXIII lo canonizó el 6 de mayo de 1962. En 1966, Pablo VI lo declaró Patrono de los barberos.
