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30 de mayo: Santa Juana de Arco

Obediente a la voz de Dios

Una mujer “fuerte” que, movida por el soplo del Espíritu, obedeció la voz del Señor que la llamaba a liberar a su pueblo y a devolver la confianza en Él a los que vivían en la desolación. Laica, consagrada en la virginidad pero fuera de un claustro, Juana de Arco se vio inmersa en los conflictos más dramáticos de la Iglesia y de la sociedad de su tiempo. Murió trágicamente, condenada como hereje en un proceso farsa de intención puramente política, cuyo desenlace —la hoguera en la plaza del viejo mercado de Ruan— estaba escrito incluso antes de comenzar.

Nacida en 1412 en Domrémy, en la región de Lorena, en el seno de una familia campesina acomodada, Juana tuvo, a los trece años, una aparición de san Miguel en forma de caballero, junto con santa Margarita de Antioquía y santa Catalina de Alejandría. El arcángel y las dos santas le ordenaron conducir al Delfín, el futuro Carlos VII de Valois, hasta Reims para que fuera coronado, y expulsar a los ingleses de Francia.

Su respuesta al llamado divino fue un voto de virginidad y una vida intensa de oración y participación en los sacramentos. Esta joven campesina sintió de manera urgente la necesidad de consolar a su pueblo y de mostrar a todos la misericordia de Dios. Su compromiso público fue expresión directa de sus experiencias místicas.

Las voces que escuchaba se convirtieron para ella en una prueba. No habló de ellas con nadie, pero las voces continuaron, cada vez con mayor insistencia. A los dieciséis años, decidió confiarse a su tío, Durand Laxart, quien la acompañó a ver a Robert de Baudricourt, capitán de Vaucouleurs, una fortaleza cercana. El oficial aconsejó devolverla a sus padres y no prestarle atención. Sin embargo, al año siguiente, los ingleses invadieron Lorena, y Juana, con renovada determinación, volvió a presentarse ante Baudricourt, quien, tras asegurarse de que no estaba poseída, le asignó una escolta y la envió a Chinon para encontrarse con el Delfín.

Así comenzó la vida pública de Juana que, con solo diecisiete años, se enfrentó a una misión imposible: liberar su tierra y a su pueblo en el marco de la Guerra de los Cien Años. Relató al Delfín las voces que había oído. Carlos, con cautela, ordenó que fuera examinada por teólogos en Poitiers, quienes la consideraron digna de fe y buena cristiana. En esa ocasión, Juana anunció cuatro hechos proféticos: el levantamiento del sitio de Orleans, la consagración del rey en Reims, el retorno de París al dominio real y la liberación del duque de Orleans de su cautiverio en Inglaterra.

Carlos le confió un ejército para liberar Orleans. Apodada la Doncella, partió hacia la ciudad con armadura y espada. El 22 de marzo de 1429 dictó una carta al rey de Inglaterra y a sus delegados que sitiaban Orleans, proponiendo una paz verdadera y justa entre ambos pueblos cristianos, bajo los Nombres de Jesús y María. Los ingleses la rechazaron y la tacharon de bruja. Juana, por su parte, se entregó con ardor a la liberación del pueblo, infundiendo confianza en las tropas. Llevaba consigo un estandarte con la imagen de Nuestro Señor sosteniendo el mundo. Para ella, liberar a su gente era una obra de justicia humana realizada en la caridad, por amor a Jesús.

La noche del 7 al 8 de mayo de 1429 venció y la ciudad fue liberada. La noticia se propagó rápidamente por toda Francia.

Después de esta victoria, los franceses debían elegir entre atacar París o ir a Reims, como pedía Juana, para coronar al rey. El Delfín accedió, pese al temor, pues Reims estaba rodeada de territorios controlados por ingleses y borgoñones. Juana emprendió la marcha, liberando una a una las ciudades del camino. El 17 de julio de 1429, Carlos fue coronado rey de Francia en la catedral de Reims, con Juana presente. Había cumplido su misión: dar a Francia un rey legítimo.

A partir de entonces, la corte no vio ya necesaria la presencia de aquella Doncella que durante un año había evangelizado a los soldados. Para muchos, seguía siendo una figura ajena, un instrumento útil mientras el éxito le sonriera. Cuando intentó liberar París, y fracasó, se volvió incómoda. El 23 de mayo de 1430, tal vez traicionada, fue capturada en Compiègne por los borgoñones, vendida a los ingleses y trasladada a Ruan, donde se le inició un proceso en febrero de 1431 que concluyó con la sentencia a morir en la hoguera, el 30 de mayo.

Fue juzgada por teólogos de la Universidad de París y dos jueces eclesiásticos: el obispo Pierre Cauchon y el inquisidor Jean Le Maistre, ambos favorables a los ingleses, con un juicio ya emitido antes de la primera audiencia. Ni siquiera en el último momento intervino Carlos VII para salvarla, a pesar de que ella le había ayudado a ceñir la corona.

El 24 de mayo, Juana apeló al juicio del Papa, pero el tribunal desestimó su petición. La mañana del 30 de mayo recibió la Comunión en su celda y fue conducida al patíbulo en la plaza del mercado viejo de Ruan. Pidió a un sacerdote que sostuviera ante ella una cruz procesional para poder ver el Crucifijo hasta el último instante, y pronunció varias veces y en voz alta el Nombre de Jesús.

Unos veinticinco años después, bajo la autoridad del Papa Calixto III, se instruyó un nuevo proceso que concluyó el 7 de julio de 1456 con una sentencia solemne que declaró nula la anterior condena.

Juana fue beatificada por san Pío X el 18 de abril de 1909 y canonizada por Benedicto XV el 16 de mayo de 1920. Desde 1922, Francia la venera como su patrona.

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