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20 de octubre: Santa María Bertilla Boscardin

Una luz escondida

Lo que impresiona en ella no es la excepcionalidad de sus obras, sino su capacidad de transformar lo ordinario en ofrenda. Santa María Bertilla Boscardin, cuyo nombre de bautismo era Ana Francisca, fue una mujer sencilla, por momentos impulsiva, pero dotada de una profunda determinación y de una gran capacidad de dominio interior. A menudo víctima de celos y malentendidos, nunca se dejó abatir: su propósito —«quiero hacerme santa y llevar a Jesús muchas almas»— se convirtió en su programa de vida.

Nació el 6 de octubre de 1888 en Brendola (Vicenza), en el seno de una familia campesina. Creció en un ambiente modesto, pero rico en fe y laboriosidad.

Desde su juventud sintió una fuerte atracción por una vida enteramente ofrecida a Dios. A los dieciséis años, impulsada por una intensa vocación, llamó a las puertas del Instituto de las Hermanas Maestras de Santa Dorotea, Hijas de los Sagrados Corazones, en Vicenza. A pesar de las dudas del párroco, que la consideraba demasiado simple para la vida religiosa, fue admitida. Al entrar en el noviciado, tomó el nombre de María Bertilla.

Su camino religioso comenzó en silencio. Tras la profesión religiosa, realizada el 8 de diciembre de 1907, fue enviada a servir en el hospital de Treviso. Sus primeros encargos la destinaron a la cocina, donde no dudaba en asumir las tareas más arduas, afrontándolas con espíritu de ofrenda y de entrega interior.

Poco después, sin embargo, su compasión y atención hacia los que sufrían se hicieron evidentes, y fue destinada a la asistencia directa de los enfermos. Durante los difíciles años de la Primera Guerra Mundial, cuando los bombardeos alcanzaron incluso el hospital, Bertilla permaneció junto a los heridos, incansable y valiente, salvando a cuantos podía e infundiendo esperanza a través de la oración.

Al final de un retiro espiritual en 1914, escribió su programa de vida: «Jesús como modelo, Dios como fin, María como sostén, yo como ofrenda». Y así vivió cada día: dejando a un lado su propio yo para consolar a los demás, alabando a Dios en las fatigas cotidianas y ofreciendo cada gesto como acto de amor.

La fuerza que la sostenía se resumía en una convicción que repetía con frecuencia: «En Jesús encuentro la fuerza». Afectada por un tumor, no se apartó de su total disponibilidad. Soportó los sufrimientos con una confianza inquebrantable, incluso cuando la enfermedad reapareció tras una primera operación. El 20 de octubre de 1922, con apenas treinta y cuatro años, su vida se apagó en silencio, en el espíritu de total abandono que siempre la había guiado.

Sus últimas palabras a la superiora general fueron: «Diga a las hermanas que trabajen solo por el Señor, que todo es nada, todo es nada… solo Jesús… Jesús».

Poco después de su muerte, su fama de santidad se difundió rápidamente.

En 1952 fue beatificada por Pío XII, y el mismo Pontífice la canonizó nueve años después, en 1961. Su cuerpo reposa en la capilla que lleva su nombre, en la vía San Domenico de Vicenza.

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