24 de octubre: San Antonio María Claret
El celo de un Pastor por su rebaño
Un misionero incansable, promotor de la cultura cristiana y defensor de la justicia, capaz de unir contemplación y acción en cada etapa de su intensa vida. Es san Antonio María Claret, nacido el 23 de diciembre de 1807 en Sallent, una localidad cercana a Barcelona, en el seno de una familia dedicada al trabajo textil. El ambiente familiar era profundamente cristiano, y la espiritualidad se respiraba en él como el aire.
Desde niño, Antonio manifestó una especial inclinación religiosa: se sentía atraído por la oración, experimentaba compasión por quienes sufrían y reflexionaba sobre el sentido de la vida y de la salvación eterna. Esta sensibilidad se vio reforzada también por las difíciles circunstancias de su tiempo: guerras, inseguridad y dolores familiares forjaron en él un espíritu fuerte y decidido.
A los doce años sintió en su corazón el deseo de ser sacerdote, pero el contexto político y social obstaculizó sus primeros pasos. La escuela fue clausurada y Antonio se vio obligado a trabajar con su padre en los telares familiares. Más tarde se trasladó a Barcelona para ampliar su formación técnica en el ámbito textil, donde mostró talento y disciplina. Sin embargo, el afán de éxito comenzó a alejarlo de la fe sencilla de su infancia. Solo una serie de experiencias traumáticas —como la traición de un amigo, una tentación moral y el peligro real de morir ahogado— le llevaron a replantearse el sentido profundo de la existencia.
Fue entonces cuando el Evangelio le conmovió hondamente: el pasaje que pregunta qué aprovecha al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma le hizo reconsiderar todas sus decisiones. Decidió entonces abandonarlo todo e iniciar el camino de la vida religiosa. Comenzó sus estudios en Vic con la intención de hacerse cartujo, pero los problemas de salud le obligaron a renunciar al proyecto monástico. Permaneció, no obstante, en el Seminario, donde prosiguió su formación y afrontó duras pruebas espirituales, superadas con la ayuda de la oración y de su profunda devoción a la Virgen María.
Fue ordenado sacerdote en 1835 e inició su ministerio en su ciudad natal. Sin embargo, la llamada misionera era demasiado fuerte como para permanecer en una sola parroquia. Comenzó entonces a recorrer los pueblos, anunciando el Evangelio con sencillez, caminando a pie, sin aceptar dinero, llevando consigo únicamente una Biblia y un pequeño hatillo. Su estilo directo y humilde tocaba los corazones, y pronto se hizo célebre por sus dotes de predicador. Fundó una editorial para difundir libros religiosos a bajo coste y elaboró obras catequéticas para niños, jóvenes, familias y sacerdotes. También se preocupó por la formación religiosa permanente y por la creación de cofradías que fortalecieran la vida espiritual de las comunidades.
En 1849 fundó la Congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, dando forma concreta a su espíritu apostólico. Pocos meses después fue nombrado arzobispo de Santiago de Cuba, una tierra marcada por profundas injusticias, la esclavitud y la decadencia moral. Durante los seis años de su ministerio episcopal en la isla, visitó en varias ocasiones todos los rincones de la diócesis, promovió misiones populares, combatió la trata de esclavos, instituyó escuelas y obras sociales, introdujo comunidades religiosas y fundó un instituto femenino junto con la madre Antonia París. Sufrió persecuciones e incluso un atentado que casi le costó la vida, pero nunca se dejó vencer por el desaliento.
De regreso a España, en 1857 la reina Isabel II, impresionada por su carisma espiritual y su autoridad moral, quiso que Antonio María Claret se convirtiera en su confesor personal. Este encargo le obligó a trasladarse a la capital, donde comenzó a acudir regularmente a la corte para asistir espiritualmente a la soberana y ocuparse también de la formación religiosa del joven príncipe Alfonso y de las demás princesas. A pesar de la importancia del cargo, Claret llevó una vida sobria y austera, fiel a su estilo pobre y desprendido de los bienes materiales.
No obstante, la vida cortesana no le satisfacía ni en el plano humano ni en el espiritual. Sentía que sus energías apostólicas no podían quedar encadenadas a la rutina del palacio. Por ello, con el mismo fervor que siempre le caracterizó, se dedicó también a la evangelización en la ciudad de Madrid. Continuó predicando, confesando, visitando a los enfermos en los hospitales y a los presos en las cárceles. Durante los viajes oficiales de la familia real, aprovechaba cada ocasión para predicar allí donde se encontrara, llevando el Evangelio a todos los rincones de España.
En su empeño por la cultura cristiana, fundó y promovió la Academia de San Miguel, un ambicioso proyecto que reunía a artistas, científicos y pensadores con el propósito de unir fe, arte y conocimiento. Su objetivo era contrarrestar las ideologías nocivas, difundir la verdad y fomentar buenas lecturas que formaran las conciencias.
En 1859 recibió de la reina también el nombramiento de protector de la iglesia y del hospital de Montserrat, así como el de presidente del célebre monasterio de El Escorial. En este cargo demostró extraordinarias dotes organizativas: restauró todo el conjunto, lo enriqueció con nuevos ornamentos sagrados y lo relanzó como centro de formación, instituyendo una comunidad religiosa, un seminario interdiocesano, un colegio para estudiantes e incluso los primeros cursos de una universidad.
Uno de sus deseos más profundos era ver una Iglesia viva y renovada. Por ello se dedicó a promover obispos capaces y fervorosos, apoyó activamente la vida consagrada y se preocupó tanto por las congregaciones que él mismo había fundado —como los Misioneros del Corazón Inmaculado de María y las Misioneras Claretianas— como por muchas otras realidades religiosas que luchaban por obtener reconocimiento.
Aun manteniéndose alejado de las dinámicas partidistas, su posición pública y el papel influyente que desempeñaba le convirtieron en blanco de críticas y ataques. Sus decisiones, siempre guiadas por la prudencia, no le libraron, sin embargo, de sospechas y calumnias. Él mismo, en un momento de sinceridad, reconoció que, aun habiendo procurado evitar favoritismos, fue alcanzado por rumores y maledicencias.
Su profunda unión con Cristo alcanzó su punto culminante en una experiencia mística extraordinaria: el 26 de agosto de 1861, en la finca real de La Granja, en Segovia, recibió el don de la conservación de las especies eucarísticas en su corazón.
Tras la revolución de 1868, Claret se vio obligado a abandonar España junto con la reina destronada. Durante el exilio en París, continuó ejerciendo su ministerio: acompañó espiritualmente a la familia real, promovió las Conferencias de la Sagrada Familia y se entregó con celo al servicio de los emigrantes españoles y de los más necesitados.
En 1869 viajó a Roma con motivo del jubileo sacerdotal del papa Pío IX y para participar en los trabajos preparatorios del Concilio Vaticano I. Durante el Concilio defendió con gran ardor la doctrina de la infalibilidad del papa. Pero su salud era ya precaria, y sentía que se acercaba el final. Al dejar Roma, se retiró a Prades, en el sur de Francia, donde se habían establecido algunos misioneros claretianos exiliados de España.
Poco después supo que sus enemigos habían obtenido una orden de arresto para devolverlo a su país y procesarlo. Para evitar ser capturado, tuvo que abandonar también Prades y refugiarse en el monasterio cisterciense de Fontfroide, cerca de Narbona. En aquel lugar silencioso y apartado, protegido por el afecto de los monjes y de algunos de sus discípulos, falleció serenamente el 24 de octubre de 1870, a los 62 años de edad.
En 1897 sus restos fueron trasladados a Vic. Fue beatificado por el papa Pío XI en 1934 y canonizado por Pío XII en 1950.
