26 de mayo: San Felipe Neri

«Hermanos, ¡estad alegres, reíd, bromead cuanto queráis, pero no pequéis!»
Le llamaban “el bueno de Pippo” por su carácter jovial y apacible. Logró implicar en su aventura espiritual a toda la ciudad de Roma, invitando a la caridad hacia los más débiles y marginados de la sociedad. Es Felipe Neri, nacido en Florencia el 21 de julio de 1515, hijo de Francesco y de Lucrezia da Mosciano. Su padre, notario de profesión, enviudó en 1520 y contrajo nuevo matrimonio con Alessandra di Michele Lensi, quien se hizo cargo del pequeño Felipe. Estudió en la escuela pública y recibió formación de los dominicos del convento de San Marcos.
A los 18 años, su padre lo envió con su tío Bartolomeo Romolo, cerca de Montecassino, para que aprendiese el arte del comercio. Sin embargo, Felipe no mostraba gran interés por ese mundo. Prefería retirarse a orar en una montaña escarpada junto al mar, conocida como la “Montaña Hendida”, donde maduró su vocación. Tras dos años con su tío, renunció a una vida acomodada y se dirigió a Roma. Sin dinero, buscó alojamiento y trabajo como preceptor de los hijos del florentino Galeotto Caccia.
A pesar del mísero salario, Felipe pudo estudiar filosofía en la Universidad de La Sapienza y teología en San Agustín. Sin embargo, prefería retirarse a las iglesias menos frecuentadas para orar, así como a las catacumbas de San Sebastián. Según la tradición, en la noche de Pentecostés de 1544, mientras oraba e invocaba al Espíritu Santo, una esfera de fuego le dilató el corazón. Esta experiencia mística le dejó una huella indeleble: dos costillas rotas en el lado izquierdo, sin que experimentara dolor. Desde aquel momento, Felipe ya no fue el mismo. Dejó su empleo con los Caccia y comenzó a vivir como ermitaño por las calles de Roma.
Simultáneamente, realizaba obras de caridad en el hospital de San Giacomo, donde conoció a san Ignacio de Loyola y a sus primeros compañeros. Practicaba con especial fervor la devoción de las “Siete Iglesias”: partía de San Pedro, continuaba por San Pablo Extramuros, San Sebastián, San Juan de Letrán, Santa Cruz de Jerusalén, San Lorenzo Extramuros y concluía en Santa María la Mayor.
Pedía limosna a la gente y dormía bajo los pórticos, siendo objeto de burla por parte de los chicos de la calle. No obstante, con chascarrillos y juegos, se dedicaba a predicarles: «Hermanos, ¡estad alegres, reíd, bromead cuanto queráis, pero no pequéis!».
En su camino se cruzaron dos sacerdotes: Persiano Rosa, que sería su confesor y gracias a quien Felipe fue ordenado presbítero el 23 de mayo de 1551, y Buonsignore Cacciaguerra, cuya idea —espiritualmente revolucionaria para la época— de invitar a los fieles a comulgar a diario, conquistó plenamente el alma de Felipe.
La iglesia de San Jerónimo, donde residía, se convirtió en su hogar. En su habitación se reunían personas deseosas de vivir la fe con coherencia. Recomendaba recibir frecuentemente los Sacramentos, oraba en común y ofrecía catequesis. Así nació el Oratorio.
El espacio pronto resultó insuficiente para acoger a quienes acudían a escucharlo, por lo que se trasladaron al granero de la iglesia. Convencido de que la oración debía conducir a la acción caritativa, fundó la Cofradía de la Santísima Trinidad de los Peregrinos, que durante el Jubileo de 1550 ofreció acogida a los fieles que llegaban a Roma.
Decidió partir como misionero al Lejano Oriente, pero no pudo hacerlo por las constantes peticiones de ayuda de necesitados y de personas deseosas de vivir el Evangelio con autenticidad. En 1559 falleció su padre y conoció al cardenal Carlos Borromeo, con quien entabló una profunda amistad.
Su fama de santidad comenzó a difundirse, hasta el punto de que los mercaderes florentinos residentes en Roma quisieron nombrarlo rector de la iglesia de San Juan de los Florentinos. Felipe envió allí a algunos de sus discípulos como capellanes. Poco a poco, quienes le rodeaban comenzaron a vivir en común como sacerdotes seculares del Oratorio. Su regla espiritual era no tener otra regla que seguir al Espíritu Santo. La nueva comunidad se fundamentó en la obediencia al padre espiritual y en el amor fraterno, según el modelo de las primeras comunidades cristianas.
Gregorio XIII le concedió en perpetuidad la iglesia de Santa María in Vallicella y aprobó la nueva Congregación de los Sacerdotes y Clérigos Seculares del Oratorio. En enero de 1578, sus discípulos se reunieron en la Vallicella, y Felipe los acompañó en 1583, por deseo del Papa.
Los últimos años de su vida estuvieron marcados por problemas físicos, enfermedades, curaciones y recaídas. En ese tiempo actuó como mediador entre el papado y el rey de Francia. Por esta intervención, Clemente VIII quiso nombrarlo cardenal, pero Felipe rehusó, diciendo: «Prefiero el Paraíso».
La iglesia de la Vallicella, donde vivía, se convirtió en un punto de referencia para toda Roma: desde los Papas y cardenales hasta los pobres y excluidos. Falleció serenamente al amanecer del 26 de mayo de 1595.