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18 de junio: San Gregorio Barbarigo

Obispo, reformador, hombre de caridad y de diálogo 

«El mayor imitador de San Carlos fue San Gregorio Barbarigo en Padua, donde el Seminario, gracias a sus virtudes, se convirtió en un monumento que, aún tres siglos después, permanece in aedificationem gentium».

Con estas palabras, san Juan XXIII recordaba a san Gregorio Barbarigo durante la homilía de su canonización, el 26 de mayo de 1960, en la Basílica de San Juan de Letrán.

Nacido en Venecia el 16 de septiembre de 1625, en el seno de una familia noble, Gregorio Juan Gaspar Barbarigo quedó huérfano de madre a los dos años, cuando esta murió a causa de la peste. Su padre, senador de la República, lo envió en 1643 a Münster, en Alemania, junto al embajador Alvise Contarini, para asistir a las negociaciones de la Paz de Westfalia, que pondrían fin a la Guerra de los Treinta Años. Allí conoció al cardenal Fabio Chigi, futuro papa Alejandro VII, encuentro que marcaría su vida de manera decisiva.

Tras completar sus estudios en la Universidad de Padua, Gregorio fue ordenado sacerdote a los treinta años. Llamado a Roma por Alejandro VII, recibió de él el encargo de organizar la asistencia a los enfermos durante una nueva epidemia de peste, tarea que desempeñó con entrega incansable.

Se encontró así en primera línea en la organización de los auxilios a los apestados. En una carta a su padre no ocultó su angustia: «Me sentía morir», escribió con sinceridad. Sin embargo, superado el miedo, se dedicó con ánimo generoso y perseverante a aquella difícil misión.

Actuó sobre todo en el barrio de Trastevere, uno de los focos más castigados, visitando personalmente a los enfermos, dando sepultura digna a los difuntos y coordinando la asistencia para los hogares aislados por riesgo de contagio. Prestó especial atención a las viudas y a los huérfanos, víctimas particularmente vulnerables de la tragedia.

Hasta el final de la epidemia, en el verano de 1657, Gregorio fue un signo concreto de la caridad cristiana, testigo valiente del Evangelio en los lugares del sufrimiento.

Ese mismo año fue nombrado obispo de Bérgamo y, siete años más tarde, obispo de Padua. En ambos ministerios se inspiró en la figura de san Carlos Borromeo: vendió sus bienes para socorrer a los pobres, visitó personalmente las parroquias, cuidó a los enfermos, enseñó el Catecismo y perseveró en la oración.

Consciente de la importancia de una formación sólida del clero, fundó el Seminario de Padua, que bajo su dirección se convirtió en uno de los más prestigiosos de Europa, gracias a la calidad de su enseñanza teológica, profundamente enraizada en la Tradición de la Iglesia. Su incansable labor pastoral culminó con la difusión sistemática de escuelas de doctrina católica en toda la diócesis.

Creado cardenal en 1658, fue consejero del papa Inocencio XI. Uno de los ejes fundamentales de su apostolado fue su compromiso con el diálogo y la reunificación con las Iglesias orientales, causa a la que consagró muchas de sus energías.

Amado por el pueblo y estimado por los Pontífices, murió en Padua el 18 de junio de 1697, justo después de concluir una de sus visitas pastorales. Su vida sigue siendo un ejemplo luminoso de pastoral activa, caridad concreta y apertura al diálogo ecuménico.

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