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5 de mayo: San Nunzio Sulprizio

Una existencia trágica y pobre iluminada por el amor al Crucificado 

Todo aquello que el mundo considera desgracia y fracaso se encuentra condensado en la breve vida de este joven que murió con tan solo 19 años. Huérfano, pobre, explotado en el trabajo, enfermo crónico, marginado… encontró su plenitud en seguir a Cristo crucificado. Es Nunzio Sulprizio, quien descubrió en el amor de Dios el sentido de su vida. Una existencia miserable desde una perspectiva humana, pero rica en santidad. 

Nació el 13 de abril de 1817 en Pescosansonesco, en la provincia de Pescara. Su padre, Domenico, era zapatero; su madre, Rosa, hilandera. Una familia modesta y sencilla, pero profundamente creyente. Único hijo del matrimonio, fue bautizado el mismo día de su nacimiento con el nombre de Nunzio. A los tres años recibió la Confirmación. Pocos meses después, perdió a su padre. Su madre, para poder sostenerle, decidió casarse de nuevo con Giacomo Antonio De Fabiis y se trasladaron a Corvara, también en Pescara.

Allí, Nunzio empezó a asistir a la escuela abierta por el sacerdote don Giuseppe De Fabiis, donde conoció el mensaje de salvación. Pero el 5 de marzo de 1823 falleció también su madre. Huérfano de ambos padres, quedó bajo el cuidado de su abuela materna, quien vivía en Pescosansonesco. Ella le enseñó a amar la Eucaristía, a la Virgen María y a rezar por los sacerdotes. Nunzio expresó a su abuela el deseo de hacer la Primera Comunión, pero era aún demasiado pequeño y en aquella época no se le permitió. Asistió a la escuela dirigida por don Nicola Fantacci hasta que, en 1826, murió también su abuela, quedando de nuevo solo.

Fue entonces acogido en casa de un tío materno, Domenico Luciani, herrero de oficio. Se trataba de un hombre violento y alcohólico, que comenzó a maltratarlo. Le prohibió continuar sus estudios y le obligó a trabajar en su herrería, no con la intención de formarlo, sino de explotarlo como mozo. La frágil constitución de Nunzio no resistió aquel ritmo de trabajo y esfuerzo. Su jornada se reducía a interminables recados, expuesto a las inclemencias del tiempo, con ropas viejas y raídas y unos zapatos rotos.

En medio de tantas dificultades, ofrecía sus sufrimientos a Cristo y oraba por la conversión de los pecadores. Un día gélido de invierno, su tío le ordenó hacer una entrega a las faldas de una montaña. Cargando un pesado fardo de herramientas, agotado y azotado por el frío, Nunzio llegó a casa con la pierna hinchada y fiebre. Comenzó a manifestarse la enfermedad que le llevaría a la muerte: una osteítis. Una llaga purulenta en el tobillo izquierdo le provocaba dolores insoportables. A pesar de ello, su tío le obligaba a seguir trabajando. Tras jornadas agotadoras en la herrería, acudía al manantial del pueblo para lavarse la herida. Pero las mujeres, temiendo que contaminase el agua, le prohibieron utilizar esa fuente. Nunzio halló entonces refugio en la fuente de Riparossa, donde aliviaba su llaga mientras rezaba el rosario a la Virgen.

Por la desnutrición y el agravamiento de su herida, en abril de 1831 fue ingresado en el hospital de L’Aquila, donde permaneció hasta finales de mayo, prodigándose en el cuidado de los otros enfermos. Pese a los escasos alivios, los médicos no pudieron hacer nada por él, considerándolo incurable, y fue dado de alta.

Un tío paterno, militar, al conocer la situación del muchacho, habló con el coronel Felice Wochinger, quien decidió acoger a Nunzio en su casa de Nápoles. Partió con lo único que poseía: sus ropas raídas, un rosario y un librito sobre la Virgen María. El coronel fue para él como un segundo padre. Lo internó en el hospital de incurables, donde continuó atendiéndose, acercándose a los enfermos y solicitando al capellán recibir la Primera Comunión. El amor a la Eucaristía marcaría el resto de su breve existencia. A pesar de su escasa formación religiosa, lograba acercar a los sacramentos a quienes llevaban años sin confesarse y transmitía con sencillez las verdades de la fe. Rezaba incansablemente por los sufrientes, los pecadores, los abandonados.

El 4 de abril de 1834 fue dado de alta y acogido en la casa del coronel, dentro del Castillo Maschio Angioino, entonces de uso militar. Aunque precisaba un bastón para caminar, mejoró algo y comprendió que el Señor le llamaba a seguirle más de cerca. El coronel le presentó a san Gaetano Errico, quien le prometió acogerle en la Congregación que estaba fundando. No obstante, sus condiciones de salud no le permitieron realizar su sueño. Nunzio convirtió entonces su habitación en una celda monástica improvisada, vistió hábitos marrones y vivió un reglamento de oración y adoración al Santísimo en la iglesia de Santa Brígida. Incluso en casa del coronel sufrió humillaciones por parte de algunos sirvientes, que le golpeaban y le dejaban sin comida. Nunca denunció aquellos abusos, sino que perdonó en silencio.

Hacia mediados de 1835, su estado empeoró de tal modo que se planteó amputarle la pierna, aunque no habría sobrevivido a la operación. Permaneció recluido en su habitación, donde muchas personas acudían a visitarle, convencidas de su santidad. Poco a poco, quedó postrado en la cama, entregado al dolor y a la oración. Antes de morir, pidió al coronel que le mostrase el crucifijo para besarlo, y solicitó recibir los sacramentos. Era el 5 de mayo de 1836. Dos horas después exhaló su último suspiro, diciendo: “¡La Virgen! ¡Mirad qué hermosa es!”.

Al conocerse la noticia de su muerte, la gente acudió a venerar al joven tullido, pobre, pero que con su gran corazón y sacrificio había abierto a muchos el camino de la salvación. Su fama de santidad fue tal que las vendas que había utilizado en su pierna enferma fueron consideradas reliquias. Un hecho contribuyó decisivamente a la apertura de su proceso de beatificación: una dama de compañía de la reina de Nápoles sufrió una fractura de rodilla al caer del caballo. Confiando en la intercesión de Nunzio, el coronel le aplicó sobre la lesión una venda que había usado el muchacho y la mujer sanó milagrosamente. La noticia llegó hasta el rey Fernando II, quien ofreció una suma de dinero para apoyar el proceso canónico. Fue canonizado por el papa Francisco el 14 de octubre de 2018. Los restos mortales de Nunzio reposan en la iglesia parroquial de San Domenico Soriano, en Nápoles.

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