25 de marzo: Anunciación del Señor

Dios encuentra acogida en la tierra
La escena nos resulta bien conocida. Dios propone y espera una respuesta: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 26-38).
María se convierte en Madre de Dios y del Salvador antes de ser, al pie de la cruz, Madre de la Iglesia. Esta solemnidad es, ante todo, la fiesta de la Encarnación, pues en María comienza Dios su vida humana, una vida que llevará a ese pequeño embrión hasta la Cruz y la Resurrección, hasta la gloria del Padre.
La actitud receptiva de María ante esta palabra desconcertante se ha convertido en modelo para todo cristiano que desea acoger la Palabra de Dios. En los Evangelios, María aparece como una joven judía, devota y orante, que se alimenta de los textos sagrados y de los salmos en su práctica religiosa cotidiana. Conociendo el oráculo del profeta Isaías, espera —como todo el pueblo de Israel— una señal de la venida de Dios a la tierra en la figura de un «niño nacido de una virgen».
En el episodio bíblico del anuncio del arcángel Gabriel, san Lucas presenta a María como símbolo del pequeño resto de Israel, pobre y humillado, que vive en la esperanza del Salvador. En este proyecto de salvación, María es aquella que, con su vida, encarna la esperanza. Al ofrecer su seno para dar al Mesías una forma humana, hace posible el cumplimiento de la promesa divina.
La Anunciación es, por tanto, una fiesta del Señor, porque Dios encuentra acogida en la tierra y, con su venida, la libera del mal y del pecado. Es también una fiesta de María, que acoge al Verbo de Dios, y una fiesta de toda la humanidad, porque en su pobreza, la tierra ha sido habitada por el Señor.