15 de octubre: Santa Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia
Una mujer reformadora de hombres
“«Era una mujer inquieta y andariega ... enseñaba como maestra en contraste con lo que San Pablo enseñaba, ordenando que las mujeres no enseñaran». Este es el juicio del Nuncio Apostólico en España, el Arzobispo Felipe Sega, sobre Teresa de Jesús, conocida en el siglo como Teresa de Ahumada. Al definirla como una andariega, tenía razón, porque en 1577 ya había fundado 12 monasterios por toda España y había recorrido más de cinco mil kilómetros. Todo esto con los medios de la época, por caminos que apenas podían llamarse tales, con todas las dificultades que suponía trasladarse de una parte a otra del reino, especialmente para una mujer y, más aún, para una monja. Y pensar que en su vida llegó a fundar hasta 17 monasterios con escasos recursos económicos, problemas de salud y numerosas dificultades para encontrar casas disponibles que pudieran adaptarse como conventos religiosos. Su “culpa” original, para la época, fue ser mujer y, además, reformadora de la vida consagrada, incluyendo la masculina.
Frente a tal atrevimiento, su vida no fue fácil: sufrió calumnias, hostilidades y prejuicios. Su autobiografía fue remitida a la Inquisición de Valladolid, ya que se sospechaba que lo descrito en ella, especialmente las visiones, revelaciones y doctrinas, podía ser fruto de la herejía. Sin embargo, en 1575, tras un cuidadoso examen, el famoso teólogo Domingo Báñez emitió un juicio positivo. Pero incluso en Sevilla fue denunciada dos veces por algunas monjas del monasterio que ella misma había fundado. También en esos casos, la Inquisición absolvió a Teresa de las acusaciones.
Por otro lado, era una mujer que generaba contradicciones y reacciones; nadie la conocía y quedaba indiferente. Su propio testimonio desafiaba el conformismo y exponía las incoherencias con los principios del Evangelio. María de San José Salazar, una de sus compañeras de viaje, la describía así: “Era una santa de estatura media, más bien grande que pequeña. En su juventud tenía fama de ser muy hermosa, y hasta sus últimos años mantuvo tal apariencia. Su rostro no era común, sino extraordinario… era muy agradable mirarla y escucharla, porque era muy amable y grácil en todas sus palabras y acciones… Era perfecta en todo” (Libro de Recreaciones).
Teresa, por su parte, se presentaba llena de celo por el bien, consciente de su “pobreza” e impotencia. En 1562, quiso crear una pequeña comunidad donde se viviera auténticamente el Evangelio. Este es el Carmelo de San José en Ávila, fundado con el objetivo de orar, trabajar en fraternidad y en silencio para “hacer lo poco que podía”, como delineó en sus propias palabras: “Pero viéndome mujer y tan miserable, imposibilitada para hacer lo que quería para la gloria de Dios, deseaba con gran fervor —y lo deseo aún— que, teniendo el Señor tantos enemigos y tan pocos amigos, estos al menos le fueran devotos. Y así, decidí hacer lo poco que dependía de mí: observar los consejos evangélicos con toda la perfección posible, y procurar que lo hicieran también las pocas religiosas de esta casa” (El Camino de Perfección 1, 2).
Posteriormente, a Teresa se le presentó otro desafío: reformar la Orden del Carmelo y fundar un grupo de hombres que siguieran el ejemplo de las monjas. En 1567, estaba lista: “Aquí me ven, pues, una pobre monja descalza, sin más ayudas que las del Señor, cargada de autorizaciones y de buenos deseos, pero incapaz de realizarlos. Sin embargo, no me faltaba el coraje: siempre esperaba que el Señor, como ya me había dado algo, también me daría el resto. Todo me parecía factible, por lo que me puse manos a la obra” (Libro de las Fundaciones 2, 6).
Ciertamente, la vida de Teresa está llena de experiencias humanas y divinas, que transformaron su palabra en un testimonio y un mensaje para todos. Nació el 28 de marzo de 1515, en Ávila, hija de Alonso Sánchez de Cepeda y Beatriz de Ahumada, en una familia numerosa: tres hermanas y nueve hermanos.
A los 16 años fue enviada como interna al convento-colegio de las Agustinas de Gracia en Ávila. Aunque aceptó a regañadientes, el contacto con algunas religiosas la acercó a la oración. Tras un año y medio, cayó enferma y tuvo que regresar a su familia. Durante su convalecencia, comenzó a reflexionar sobre su vocación y decidió entrar en el monasterio carmelitano de la Encarnación. El 2 de noviembre de 1535 ingresó en el monasterio, que se encontraba fuera de las murallas de la ciudad, y permaneció allí durante 27 años. Empezó un camino de oración que la llevaría a vivir experiencias místicas. En 1537 hizo su profesión religiosa, pero en otoño del mismo año cayó gravemente enferma. Fue llevada de nuevo con su familia, donde, en agosto de 1539, quedó prácticamente paralizada y fue dada por muerta durante cuatro días. Permaneció postrada durante tres años, hasta 1542, cuando sanó gracias a la intercesión de San José, de quien mantuvo una devoción inquebrantable.
Después de un periodo de crisis, descubrió la necesidad de vivir radicalmente el Evangelio y su vocación a la vida consagrada. En la Cuaresma de 1554, frente a la imagen de Cristo sufriente, tuvo una revelación. Ya no se movería por el temor, sino por el amor a Dios, que la había amado primero. En 1556 ocurrió su conversión definitiva. La lectura de las Confesiones de San Agustín la ayudó a adentrarse en el misterio divino.
En 1560 comenzó su misión apostólica. En esa época, la visión del Infierno la impulsó a sacrificarse y a orar para que las almas no se condenaran. Desde entonces, no temió el sufrimiento y se dispuso a cualquier sacrificio con tal de salvar a sus hermanos. Sintió la inspiración de fundar una pequeña comunidad y percibió que Dios la acompañaría. Promovió un ambiente de fraternidad, simplicidad, oración y humildad. A sus compañeras les indicó “tres cosas”: el amor recíproco, el desapego de todo lo creado y la verdadera humildad. Más adelante, su misión apostólica dio un giro con el encuentro, a finales del verano de 1566, con el franciscano Alonso Maldonado, recién llegado de México. Los relatos de sus experiencias evangelizadoras en América le abrieron nuevos horizontes. Quiso hacer algo para llevar el Evangelio a aquellos pueblos que aún no lo conocían. En la primavera de 1567, la visita del Superior General de la Orden del Carmelo, el padre Juan Bautista Rubeo, fue providencial. El religioso permitió a Teresa nuevas fundaciones y, el 10 de agosto de 1567, le concedió la licencia para abrir dos casas de frailes según el nuevo carisma.
Fue así como se lanzó por las calles de Castilla y fundó 17 monasterios, involucrando en su reforma a San Juan de la Cruz. La primera comunidad masculina, compuesta por tres religiosos, fue fundada en el pequeño pueblo de Duruelo el 28 de noviembre de 1568.
Está claro que dejó una huella en la historia, también por su lucha contra los prejuicios que pesaban sobre las mujeres, desmintiendo especialmente la idea de que no estaban hechas para la lectura de la Biblia ni para la oración mental. Tampoco se consideraba aceptable que pudieran ser maestras espirituales, incluso de hombres, ni escritoras. Terminada la fundación del monasterio de Burgos, murió el 4 de octubre de 1582 en
Alba de Tormes. Al día siguiente, por la reforma del calendario gregoriano, habría sido ser el 15 de octubre.